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La autoestima no es un espejo de bolsillo

A menudo nos han hecho creer que la autoestima es un asunto íntimo, algo muy tuyo, casi secreto. Algo que se cultiva en soledad, como quien se cuida una herida sin que nadie le vea. Pero la vida nos muestra otra cosa: que lo que pensamos de nosotros mismos está profundamente tejido con la forma en que hemos sido mirados, tocados, tenidos en cuenta.


Que el valor que nos damos no nace solo de adentro, sino que se construye en el vínculo, en el espacio entre tú y yo.


La autoestima no es un ejercicio solitario de repetirse frases amables al espejo. Es, sobre todo, una experiencia compartida.


La autoestima no es un objeto interno ni un músculo que se ejercita únicamente desde el “yo”. Se construye y también se erosiona en la relación con el otro. No vivimos dentro de cápsulas individuales, ni nuestros dolores vienen solamente de lo que nos decimos al oído.


Viene de cómo hemos sido mirados, tocados, nombrados, dejados o sostenidos.


Vienen del nosotros.


Porque nos construimos en la mirada del otro.


Si crecimos en entornos donde la presencia era inconstante, donde el afecto se daba a cambio de adaptación o silencio, es probable que hoy la estima hacia nosotros mismos esté llena de condiciones: me quiero si funciono, si no molesto, si gusto, si caigo bien, si digo que si a todo.


Esa forma de querernos no se originó en nuestra voz interna, sino en los ecos de lo de afuera.


Por eso, cuando hablamos de autoestima no podemos reducirla a una conversación interior. Lo que nos decimos por dentro está profundamente atravesado por lo que el afuera nos permitió ser, por esa manera en que fuimos escuchados, por las veces que fuimos sostenidos, por esa forma en que nos miraron y pudimos no disimular lo que sentíamos. 

Pero también por todas esas veces en las que no fue así. 

Esas veces en las que no fuimos vistos, y donde adaptarnos a lo que había nos pareció más seguro que mostrarnos y las que a lo mejor aprendimos, erróneamente, que el afecto tenía condiciones. 


Desde este lugar, no es casual que elijamos ciertas relaciones y no otras. Que a veces permanezcamos donde no somos del todo vistos, del todo elegidos. Aguantamos, cedemos, nos adaptamos. No porque no sepamos lo que merecemos, sino porque, en algún rincón aprendido, creemos que no hay lugar para desear más.


Nos contamos que el otro nos quiere a su manera. Que el cariño no siempre es explícito.

Que quizás somos demasiado sensibles. Pero lo cierto es que muchas veces sostenemos vínculos que desdibujan nuestro valor, y desde ahí es imposible que la autoestima florezca.


Y cuando por fin nos atrevemos a decir que no, que hasta aquí, que esto no… no lo hacemos solo para protegernos, sino para volver a recordarnos que existimos.


Uno de los mayores dilemas que se repiten en consulta tiene que ver con esto: el miedo a poner límites por temor a dejar de pertenecer. A que el otro se vaya. A que el vínculo se rompa. Y es que muchas veces aprendimos que para ser parte hay que desaparecer un poco.


Que el precio de permanecer es ceder en lo esencial.


Pero cuando eso se vuelve la norma, la pertenencia ya no es verdadera. Es subordinación emocional. No hay espacio para la diferencia, ni para la autenticidad, ni para el cuidado mutuo.


La autoestima se fragiliza cuando para ser queridos tenemos que dejar de ser nosotros.


Pero tampoco se trata de volvernos duros ni de cerrarnos en un amor propio impermeable. Se trata de construir una relación con nosotros mismos que no nos exija perfección ni heroicidad. Que no sea juez, pero tampoco narcisista. Que nos permita habitarnos con amabilidad y firmeza, con ternura y dignidad. Porque nos tenemos 24/7, y más vale que la relación con uno mismo sea habitable.


Pero no olvidemos esto, no somos impermeables al mundo. Nuestra autoestima también la sostiene la mirada del otro, el trato que recibimos, las palabras que nos dicen o nos niegan, los gestos de los vínculos donde habitamos. No se trata de depender, pero sí de reconocer que nos necesitamos.


Que la individualidad radical no cura.


Por eso, cuando trabajamos con la autoestima, en el día a día, en terapia, en la vida, no lo hacemos solo reforzando la voz interna, sino también revisando qué tipo de relaciones nos permiten sostener esa voz. Y en cuáles, en cambio, esa voz se apaga.


Decir “no” no debería hacernos sentir culpables. Retirarnos de donde no somos bienvenidos no debería ser sinónimo de fracaso. Querer un vínculo donde haya cuidado recíproco no es pedir demasiado.


Porque hay una autoestima que no se construye frente al espejo, sino en el modo en que aprendemos a habitar las relaciones. Y eso también puede aprenderse, repararse, reconstruirse. En esto es en lo que creo yo, y desde ahí, desde esta mirada, voy trabajando en mis propios procesos personales, en mis relaciones, en mis sesiones con mis clientes, en la comunidad. 

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Carolina Contador💜 Psicóloga

Acompaño a personas que quieren dejar de adaptarse para empezar a habitarse,que quieren relaciones donde no haga falta desaparecer para pertenecer.

 
 
 

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