La voz que no te deja en paz
- Carolina Contador Trevijano
- 29 oct
- 4 Min. de lectura
Cómo calmar la mente cuando la autocrítica se vuelve el ruido de fondo
Hay días en los que la mente no calla. Parece que todo lo que haces está bajo examen. Cada gesto, cada silencio, cada decisión. Y aunque no grite, duele igual. Te dice que podrías haberlo hecho mejor, que no estás a la altura, que otra vez lo has estropeado. Esa voz no viene de fuera, pero suena tan real que podrías jurar que alguien te la susurra al oído. Es la voz de la autocrítica, la más insistente, la más agotadora, la que aparece incluso cuando todo parece estar bien.
La autocrítica no surge porque odiemos quiénes somos, sino porque en algún momento aprendimos que para ser queridos había que ser impecables. Que el amor, la aprobación o la seguridad dependían de hacerlo todo bien. Y esa enseñanza, tan invisible como poderosa, quedó grabada en la mente.
Con el tiempo, se volvió un reflejo, el miedo a equivocarte, a decepcionar, a no ser suficiente.
Así, la autocrítica se convierte en una forma de control. Una parte de ti que intenta protegerte del dolor, pero que termina causándotelo.
Esa voz no es malvada. Es torpe. No sabe cómo cuidarte sin exigirte. No sabe cómo amarte sin corregirte. En terapia, solemos decir que la autocrítica es una parte protectora, una parte que, en su confusión, cree que castigarte es la manera de evitar que sufras.
Y en cierto modo tiene razón. Porque si te anticipas a la crítica de los demás, si te juzgas antes que ellos, al menos conservas una ilusión de control. Pero lo que empieza como un mecanismo de defensa termina siendo una prisión.
La calma se disuelve. El cuerpo vive en alerta. La mente se vuelve un tribunal. Y en ese clima, la autoestima se marchita.
Aprender a calmar la autocrítica no significa hacerla desaparecer. Significa observarla desde otro lugar.
Imaginar que dentro de ti hay una mirada más amplia, más tierna, más sabia, que puede escuchar esa voz sin creer todo lo que dice. Cuando la mente empiece a atacar en plan “has estado fatal”, “no sirves para esto”, “cómo has podido decir eso", puedes detenerte un segundo y decirte: “esto es una voz crítica, no una verdad”.
A veces basta con ese gesto, con esa distancia mínima, para que algo se afloje.
Desde ahí, puedes empezar a cambiar el tono del diálogo interno. En lugar de pelearte con la crítica, puedes traducir su mensaje. Si dice “no lo hiciste bien”, tal vez lo que intenta decir es “quiero que te vaya bien y tengo miedo de que sufras”. Si dice “eres un desastre”, tal vez lo que está expresando es “me asusta que te rechacen”. Cuando logras escuchar lo que hay detrás del juicio, la autocrítica pierde fuerza y aparece la compasión.
La autoestima no crece de las frases bonitas ni de los elogios vacíos. Crece del modo en que te hablas cuando las cosas no te salen como quisieras. De cómo te sostienes cuando no sale como esperabas. La autocrítica te abandona justo en ese punto, pero la compasión se queda.
Por eso, trabajar la autocrítica es, en el fondo, aprender a quedarte contigo cuando no te gusta lo que ves. A ser hogar incluso en los días en los que no te reconoces.
Una práctica útil consiste en reparar cada pensamiento crítico con una mirada amable. Por ejemplo, si te sorprendes diciéndote “he estado horrible en esa reunión”, puedes reconocerlo y reformularlo en“estaba nerviosa, y eso es humano. Puedo prepararme mejor la próxima vez sin castigarme”.
Al principio parece artificial, pero poco a poco el cuerpo empieza a entender que no todo error requiere un ataque. Que también se puede aprender en calma.
Hay una frase de Kristin Neff que dice algo asi como que la autocrítica te motiva desde el miedo y la autocompasión te motiva desde el amor . Y es exactamente eso.
La diferencia no está en renunciar a mejorar, sino en elegir el tono desde el que lo haces. No se trata de silenciar la mente, sino de enseñarle a hablar con más respeto. A reconocer que ya no necesitas castigarte para crecer. Que mereces aprender con ternura.
Calmar la autocrítica no es un logro repentino. Es una práctica diaria. Es volver, una y otra vez, al cuerpo cuando la mente se acelera.
Respirar. Nombrar lo que pasa. Recordarte que no tienes que ser perfecta para estar en paz.
Con el tiempo, esa voz que antes te atacaba se suaviza. Empieza a decir lo mismo, pero con otro tono. Y entonces comprendes que la calma no llega cuando todo está en orden, sino cuando puedes sostenerte con cariño incluso en medio del desorden.
La autocrítica es una herida que aprendió a hablar. Lo que necesita no es silencio, sino consuelo. Y ese consuelo solo puede venir de ti.
Carolina Contador. Te acompaño a construir una relación más amable contigo mismx y con los demás, desde la conciencia, la calma y el amor propio.




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