La familia no es neutra
- Carolina Contador Trevijano
- 10 ago
- 4 Min. de lectura
La familia deja huella incluso cuando creemos haberla dejado atrás. No importa la distancia. No importa el tiempo. No importa si la relación se rompió o si seguimos hablando todos los días. Vive en nosotros. En la forma en que sostenemos a veces cierta situación. En cómo contestamos cuando alguien nos pregunta si estamos bien. En la manera en que elegimos las palabras para no molestar, para no preocupar, para no provocar un silencio incómodo.
No es solo un grupo de personas con las que compartimos un apellido o una historia de álbum fotográfico. Es el primer lugar donde aprendimos a mirarnos.
Ee ese primer espejo.
Y en ese espejo no solo se reflejaba nuestra cara, también se colaban las sombras de sus expectativas, de sus miedos, de sus prejuicios.
Al principio, quizá nos llamaron por nuestro nombre con una voz dulce. Quizá nos acariciaron el pelo mientras nos quedábamos dormidos. O tal vez no. Tal vez aprendimos pronto a no pedir, a no incomodar, a pasar desapercibidos. Tal vez nos miraron con una mezcla de cansancio y frustración.
Tal vez no nos miraron en absoluto.
Cada una de esas experiencias, pequeñas en apariencia, iba dejando un sedimento. Una capa sobre otra.
El material con el que se construyó nuestra relación con nosotrxs mismxs.
Esa idea de quiénes somos y cuánto valemos, aprendida mucho antes de poder cuestionarla.
La autoestima no surge sola.
Se teje con hilos familiares, las veces que nos escucharon y las que no; los abrazos que llegaron a tiempo y los que nunca llegaron; las frases que repetían, para bien o para mal, hasta volverse una voz interna que aún hoy nos acompaña.
La teoría del apego intentó poner orden en todo esto. Le da nombres.
Apego seguro, ansioso, evitativo, desorganizado.
Que no son etiquetas definitivas, pero sí mapas de navegación.
Nos ayudan a entender por qué nos aferramos cuando sentimos que alguien se aleja. O por qué nos alejamos cuando alguien se acerca demasiado. Nos muestran que nuestras reacciones no son casuales, son coherentes con el mundo que aprendimos de pequeñxs.
Y esa coherencia se cuela en cada decisión. No solo en el amor. También en el trabajo que aceptamos, o en el que nunca nos atrevimos a aceptar.
En la forma de celebrar un logro. En si nos sentimos merecedorxs de descanso. En cómo soportamos un fracaso. En cómo toleramos el éxito, incluso.
Porque a veces el éxito nos incomoda más que el error, ya que puede no encajar con la imagen que tenemos de nosotrxs mismxs.
La familia es también un idioma.
Nos enseñó a hablar y a callar. A mostrar o esconder. A ser fuertes o a aparentarlo. A ser frágiles o a avergonzarnos de la fragilidad.
Ese idioma, muchas veces, lo seguimos hablando incluso cuando no queremos. Lo repetimos en pareja, con amigos, en el trabajo, cuando estamos a solas. Lo repetimos hasta que un día, quizá con un amigo, quizá en medio de una crisis, quizas en soledad con nosotrxs, nos damos cuenta de que no es nuestro. Que es heredado.
No se trata de culpar. No siempre, al menos.
La familia está hecha de personas que también fueron hijxs antes que madres o padres.
Que cargan con sus propias heridas y con la manera en que aprendieron a sobrevivir. La herencia no es solo genética, son las creencias, las reacciones, los miedos.
Son las promesas invisibles que seguimos cumpliendo sin saber por qué.
En terapia, muchas veces, el trabajo empieza ahí. Desplegando el mapa. Nombrando lo que estaba escondido. Reconociendo qué partes nos dieron seguridad y cuáles nos dejaron con hambre emocional.
No para borrar el pasado, sino para dejar de vivir en automático.
Para elegir.
Porque la familia nos dio el primer guion. Con sus aciertos y sus fallos.
Nos enseñó cómo se ama, cómo se discute, cómo se repara. Nos enseñaron ese guión, su guión, sus maneras.
Pero ningún guion está condenado a repetirse de forma idéntica. Podemos añadir escenas nuevas, cambiar diálogos, improvisar otras salidas.
Revisar nuestro vínculo con la familia no siempre significa romper con ella.
Aunque a veces sí.
Otras, es aprender a poner distancia sin dejar de querer.
O a querer de otra manera, más sana.
O a querernos a nosotrxs mismxs en primer lugar.
Es, sobre todo, dejar de vivir como si las paredes de nuestra infancia fueran los límites de nuestro mundo.
Es poder mirarnos al espejo, un espejo, por cierto, nuevo, elegido por nosotros y reconocer que ya no necesitamos ser la persona que fuimos para sobrevivir ahí dentro, cuando ese haya sido el caso.
La familia no es neutra.
Nos marca.
Nos sostiene o nos fractura.
Nos enseña, nos hiere, nos salva, nos confunde.
Nos acompaña incluso cuando no la vemos.
Pero llega un momento en que podemos decidir qué hacemos con esa huella.
Si la seguimos al pie de la letra, o si la usamos como un recordatorio de que, por fin, es nuestra historia la que escribimos.
Carolina Contador 💜
Psicóloga. Acompaño a personas de todas las identidades a vivir con dignidad emocional y a construir vínculos auténticos.




Comentarios