La ternura de envejecer y otras rebeldías cotidianas
- Carolina Contador Trevijano
- 7 ago
- 4 Min. de lectura
Amanece. Todavía no has abierto bien los ojos y ya oyes el zumbido: no llegas, no tienes, no eres. Es la misma voz que atraviesa las paredes finas de la casa y, si te descuidas, se instala ahí todo el día, como una radio mal sintonizada. Pero hoy, quizás, te sostienes un segundo más en el borde de la cama. Respiras. Y recuerdas que esa voz no eres tú, sino un eco social que repite consignas ajenas. Con ese mínimo acto de ternura, puedes respirar, distinguirte y solo así, empieza la rebeldía.
En este artículo quiero hablar de cuatro obsesiones contemporáneas: el miedo a envejecer, la voz del déficit al despertar, el vértigo de emprender y el ruido mental que pide más y más dopamina. No como si fueran fallos individuales, sino grietas colectivas que compartimos.
Quizás, al nombrarlas con amabilidad, se vuelvan menos afiladas.
Vergüenza de las canas: politizar la arruga
Una sociedad que confunde juventud con poder condena al cuerpo que madura al pasillo de atrás. Como si en cada cumpleaños perdiéramos visibilidad, como si la experiencia pesara más que un saco de piedras. Entonces llega la vergüenza, esos gestos de tapar la cana, de esconder el temblor de la rodilla, de fingir que nada ha cambiado.
Pero el cuerpo que envejece es un archivo vivo, guarda lenguajes, historias, inviernos.
Celebrar ese archivo no es un acto estético; es político. Cada arruga visible contradice una economía que pretende venderte cremas, silencios y sillas aparte. Mostrar tu edad, en la piel, en la voz que baja un tono, equivale a decir algo así como que existo, importo, y todavía puedo desear.
La autoestima aquí es una danza colectiva. No basta con proclamarse bonito frente al espejo; hace falta que nos miremos unos a otros sin esa mueca de lástima que tanto duele.
Pregúntate: ¿cuándo fue la última vez que elogiaste la lucidez de quien tiene el doble de tus años? ¿Cuándo celebraste su lentitud como un modo de atención plena, no como torpeza?
Envejecer puede, entonces, volverse un pacto de ternura pública. Un espacio donde el cuerpo sea casa, no trinchera.
Domar esa primera y maldita voz del día
Probablemente más mañanas de las que quisieramos, la mente se levanta antes que el cuerpo y dispara un inventario de carencias, el dinero que falta, el correo sin contestar, la relación que cojea, la inseguridad tras la decisión tantas veces meditada.
Esa voz madrugadora lleva mucho aprendiendo el lenguaje del miedo.
Domarla no implica silenciarla a golpes, ya que esto sería otra forma de violencia, sino sentarla a la mesa. Puedes probar un gesto mínimo, colocar ambas plantas de los pies en el suelo, sentir el frío y darle un nombre a la sensación. Luego, dirigir una pregunta a esa voz: ¿ Qué intentas proteger?
A veces responde algo asi como ... quiero que no fracases. Otras balbucea. Y en ese diálogo nace algo nuevo, la voz deja de ser tirana y se vuelve mensajera. La autoestima, entonces, ya no es la armadura brillante que imaginabas, sino la capacidad de conversar con tus fantasmas sin expulsarlos del cuarto.
Confiar en ti para emprender a pesar del vértigo
Emprender, sea un negocio, un proyecto creativo o un cambio de ruta, exige caminar sin mapas oficiales. El miedo a lo desconocido se agrava cuando el entorno repite lemas de estabilidad, esto es, contrato fijo, horario estable, la nómina como amuleto.
Confiar en ti no significa negar el riesgo. Más bien significa medirlo con una regla diferente.
Observa tu biografía: ¿cuántas veces improvisaste ya, incluso para sobrevivir? Esas experiencias valen más que cualquier MBA.
Practica un acto de imaginación radical, por ejemplo, escribe una carta desde el futuro donde narras cómo gestionaste la incertidumbre. Este ejercicio de visualización es increiblemente transformador y lleno de posibilidad, de confianza, de serenidad.
Hablarte desde el mañana abre un puente afectivo, ese donde tu parte más sabia, esa maestra, que llevas dentro te susurra que el caos puede ser fértil.
Y recuerdate a ti mismx que emprender no es un salto al vacío, sino a una red tejida con otras manos. Confía, sí, pero confía en comunidad.
Apagar el ruido, encender el gesto
Vivimos rodeados de podcasts que prometen la receta definitiva, newsletters que titilan como luciérnagas y redes que gritan, ¡consume!, ¡comparte!, ¡comenta!.
El ruido mental se disfraza de conocimiento, pero muchas veces solo anestesia la acción.
Apagarlo comienza con un ritual diminuto, cerrar la pestaña extra, quitar los auriculares, quedarse cinco minutos sin contenido externo.
El silencio duele al principio, como músculos que no recuerdan el estiramiento. Después, emerge algo parecido a un pulso. Tu propio ritmo.
Entonces, aquí, esa amabilidad hacia ti mismx, se manifiesta en la soberanía de la atención.
No es una teoría etérea; es un gesto muscular de dirigir la mirada hacia adentro. Cuando esa mirada se sostiene, la acción se vuelve inminente: escribes el correo, haces la llamada, lavas esa taza, acaricias a tu gato, atiendes a tu cliente.
Y cada acto minúsculo compone la arquitectura de tu proyecto.
Si has llegado hasta aquí, quizá percibas que el hilo que une todos estos temas y que tanto me interesa es la amabilidad como forma de resistencia.
Amabilidad con la piel que envejece, con la voz que teme, con el deseo que emprende, con el silencio que nutre, con la manera de hablarnos y de contarnos las cosas a nosotrxs mismxs.
Hoy, al terminar de leer estas líneas, haz algo cotidiano con dignidad ceremonial: acaricia las expresiones de tu rostro, ofrece un café a la vecina, o apaga el móvil mientras hierves el arroz.
Es en esa suma de gestos donde la autoestima deja de ser un eslogan y se convierte en tejido social.
Respira otra vez. El eco de la radio se aleja. Queda tu voz, una voz plural, sosteniéndose en el centro.
Carolina Contador 💜




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